miércoles, 26 de abril de 2017

YO ESTUVE AHÍ


Era una sala de espera con los elementos apropiados para tal actividad. Las sillas, las revistas apiladas con fotos a colores, recetas, dietas, consejos de belleza; y una que otra atalaya atrapada bajo ellas. Una sala con sus respectivos cuadros surrealistas que no dicen nada, pero tienen colores entretenidos, los bucólicos paisajes lejanos que visten las salas de espera. Llena de mujeres, muchas, distintas, donde sobresalen jóvenes con otras jóvenes, con algunas mayores. No hay hombres. La música de fondo evocaba supermercados. Las mujeres hablan bajo, como si estuvieran siendo observadas. Susurran, cuando hablan entre ellas, susurran. Algunas sólo observan la nada que escudriñan al fondo de las paredes.

La imagen puede contener: 1 persona, primer planoLlama la atención la mirada del médico que finalmente atiende, bonachona y un tanto líquida tras lentes finos. Un hombre mayor, de modos pausados, con múltiples títulos y reconocimientos, por ahí se lee Hombres cristianos de negocios, entre otros.

Algunas fotos de familias felices donde su lugar es siempre central, un hombre mayor de apellido rimbombante entre las élites médicas capitalinas. 

Al entrar al recinto privado de Comayagüela no es posible dejar de mirar los carros de los médicos, lujosos, nuevos, atractivos productos de sus trabajos legales y bien pagados en un edificio de tradición. La iluminada clínica luce llena de doctores, de visitadoras médicas que atraen con sus peinados y modos excesivamente complacientes para presentar cajas de medicamentos. Así las escogen, de eso viven. Clínicas que huelen a limpio, llenas de gente buscando consuelo a sus males físicos y emocionales mientras puedan pagarlo.

Pero bueno, los hechos. El doctor en cuestión explica brevemente la simplicidad de un procedimiento que suena más sencillo que una extracción molar. La camilla y los instrumentos relucen, y Piero canta una canción nostálgica en un parlante atornillado en una esquina del tapiz de flores. Sólo una enfermera, también mayor, anda con cierto ánimo en el escenario, seguro algunos hijos la esperan en su casa y ella querrá compartir la cena, una película. 

El cuerpo está abierto, expuesto y tembloroso. El miedo a todo se junta, el desconocimiento crea monstruos y de eso se trata, de temer y de ceder. El doctor se apoya en el cuerpo como si fuera una rústica mesa con un mantel plástico y decolorado donde hubo comensales presurosos. Si estas piernas no dejan de temblar, no es posible hacer nada. Podés vestirte y salir de aquí. La enfermera sugiere un sedante o al menos un analgésico. No, responde desde su antigua autoridad de varón, Es joven, es fuerte, aguanta. Y palmea un muslo frío como quien trata con una res. Y deja caer su única auténtica frase: Así aprenderá a cuidarse, vas a ver mamita, que esto no te vuelve a pasar. Duele, por supuesto, duele. Podría no doler, y el odio conciente por la saña misógina se junta al dolor y la humillación.

Aguanta, claro. Hay lágrimas de indignación y la mente alerta repasa insípidos detalles diarios junto a engaños de malos amores que hay que pagar con el cuerpo, siempre con el cuerpo. 

La complicidad de las mujeres posibilita una clínica y este doctor abusivo, pero competente, en vez que uno riesgoso. Muchas han pagado sus habilidades. Esa misma complicidad hace que la enfermera tome la mano, la apriete y prometa que ya casi termina la agonía.

Mañana ni te vas a acordar. Vas a sangrar muy poco. No tenès que tomar nada. Le pagàs a la enfermera antes de salir y me cerrás la puerta. 

No hubo sangre. El pago fue abundante y en efectivo. No hubo que tomar nada, pero el recuerdo permaneció por décadas. Un día su obituario apareció a media página en un periódico, murió mayor, adinerado y seguramente feliz, rodeado de nietecitos como tantos desgraciados en el mundo a quienes la justicia humana y divina no les alcanza. 

Yo sé todo esto porque estuve ahí. Era mi cuerpo. Eran mis 20 años. Es mi vida
Melissa Cardoza, escritora feminista.