Era una sala de espera con los elementos
apropiados para tal actividad. Las sillas, las revistas apiladas con
fotos a colores, recetas, dietas, consejos de belleza; y una que otra
atalaya atrapada bajo ellas. Una sala con sus respectivos cuadros
surrealistas que no dicen nada, pero tienen colores entretenidos, los
bucólicos paisajes lejanos que visten las salas de espera. Llena de
mujeres, muchas, distintas, donde sobresalen jóvenes con otras jóvenes,
con algunas mayores. No hay hombres. La música de fondo evocaba
supermercados. Las mujeres hablan bajo, como si estuvieran siendo
observadas. Susurran, cuando hablan entre ellas, susurran. Algunas sólo
observan la nada que escudriñan al fondo de las paredes.
Llama
la atención la mirada del médico que finalmente atiende, bonachona y un
tanto líquida tras lentes finos. Un hombre mayor, de modos pausados,
con múltiples títulos y reconocimientos, por ahí se lee Hombres
cristianos de negocios, entre otros.
Algunas fotos de familias felices donde su lugar es siempre central, un hombre mayor de apellido rimbombante entre las élites médicas capitalinas.
Al entrar al
recinto privado de Comayagüela no es posible dejar de mirar los carros
de los médicos, lujosos, nuevos, atractivos productos de sus trabajos
legales y bien pagados en un edificio de tradición. La iluminada clínica
luce llena de doctores, de visitadoras médicas que atraen con sus
peinados y modos excesivamente complacientes para presentar cajas de
medicamentos. Así las escogen, de eso viven. Clínicas que huelen a
limpio, llenas de gente buscando consuelo a sus males físicos y
emocionales mientras puedan pagarlo.
Pero bueno, los hechos. El
doctor en cuestión explica brevemente la simplicidad de un procedimiento
que suena más sencillo que una extracción molar. La camilla y los
instrumentos relucen, y Piero canta una canción nostálgica en un
parlante atornillado en una esquina del tapiz de flores. Sólo una
enfermera, también mayor, anda con cierto ánimo en el escenario, seguro
algunos hijos la esperan en su casa y ella querrá compartir la cena, una
película.
El cuerpo está abierto, expuesto y tembloroso. El
miedo a todo se junta, el desconocimiento crea monstruos y de eso se
trata, de temer y de ceder. El doctor se apoya en el cuerpo como si
fuera una rústica mesa con un mantel plástico y decolorado donde hubo
comensales presurosos. Si estas piernas no dejan de temblar, no es
posible hacer nada. Podés vestirte y salir de aquí. La enfermera sugiere
un sedante o al menos un analgésico. No, responde desde su antigua
autoridad de varón, Es joven, es fuerte, aguanta. Y palmea un muslo
frío como quien trata con una res. Y deja caer su única auténtica frase:
Así aprenderá a cuidarse, vas a ver mamita, que esto no te vuelve a
pasar. Duele, por supuesto, duele. Podría no doler, y el odio conciente
por la saña misógina se junta al dolor y la humillación.
Aguanta,
claro. Hay lágrimas de indignación y la mente alerta repasa insípidos
detalles diarios junto a engaños de malos amores que hay que pagar con
el cuerpo, siempre con el cuerpo.
La complicidad de las mujeres
posibilita una clínica y este doctor abusivo, pero competente, en vez
que uno riesgoso. Muchas han pagado sus habilidades. Esa misma
complicidad hace que la enfermera tome la mano, la apriete y prometa
que ya casi termina la agonía.
Mañana ni te vas a acordar. Vas a
sangrar muy poco. No tenès que tomar nada. Le pagàs a la enfermera antes
de salir y me cerrás la puerta.
No hubo sangre. El pago fue
abundante y en efectivo. No hubo que tomar nada, pero el recuerdo
permaneció por décadas. Un día su obituario apareció a media página en
un periódico, murió mayor, adinerado y seguramente feliz, rodeado de
nietecitos como tantos desgraciados en el mundo a quienes la justicia
humana y divina no les alcanza.
Yo sé todo esto porque estuve ahí. Era mi cuerpo. Eran mis 20 años. Es mi vida
Melissa Cardoza, escritora feminista.